Ilustración: María Luisa Hodgson

Irma vive tranquila lo que le queda de vida, que no es mucho si hacia adelante mira. Hace tiempo que olvidó la angustia, los desvelos, las pastillas. Hace tiempo que enterró el llanto. En su casa alongada sobre el acantilado de Bajamar corteja libros, aprecia música en vinilo y prepara meriendas con tarta. La Selva Negra, la del tarro de almíbar y recuerdos de la cocina de Arminda, es frecuente. La combinación del bizcocho de chocolate con nata montada y cerezas nace del amor que enciende sus ojos pequeños, el corazón calmo y unas manos diestras para las ocasiones especiales. La tradición alemana del Kaffee und Kuchen viste la mesa todos los sábados. Irma disfruta con las visitas y el deleite después de que el sabroso pastel sacie. Café, té, infusiones, habitualmente de jengibre, se sirven en vajilla fina de porcelana de Baviera. La de tía Anna.

La profesora jubilada respira junto a Manuel, un pescador retirado que todavía retiene mañas de aparejo y una canción pirata que recita a su manera: «Mi barco es mi tesoro, / mi dios, la libertad, / mi ley, la fuerza y el viento, / mi única patria, la mar».

El viejo con cara de sargo procura que el pescado fresco no falte en la nevera. También colma de atenciones a la guiri que conoció varada de dolor en la costa del silencio. Entonces no preguntó. Ahora tampoco. Solo cuida de albas a ocasos y repasa afotos recientes que guarda en el teléfono móvil.

A estas alturas Irma busca la sencillez del transcurrir. Retiene el paraíso de la cultura en lecturas y en las escuchas que comparte con el Firmamento y el Manuel adormilado. Las Variaciones Goldberg acompasan meditaciones, gracias y remembranzas de su hija, Rosalina, y su nieto, Luka, que toca el violonchelo en Múnich. Los lobos del Leviatán ya no merodean. Cesaron lágrimas rompientes. El mentón luce alto. Las marejadas de espuma son bonanza en la bañera, esencias de velas impasibles aunque el viento levante la falda. Bracea en apacibles tardes de domingo y en apacibles tardes de lunes a viernes. Necesaria el agua. Sin cerraduras asoma la risa hasta las orejas, compra flores que perfuman el pretérito imperfecto, viaja en un Volkswagen con cartucheras, alumbra felicidad en confeti, deshiela baladas. El paso de la piel.

Irma y Manuel desconciertan. Afuera murmuran que no pegan. Velocidad y tocino. Dimes, diretes, ajenos a la Superluna Azul y cirros naranjas. Eclipse de lírica en fachadas de edificios endebles, habitaciones solas y planes egoístas de fines de semana. Viajes a París. ¡Bah! Ladrillos sin argamasa o demasiada química de usar y tirar. Menos mal que alivian paseos de manos cogidas en el sigilo cómplice. Volver a empezar es posible. Contigo, mejor. Velo por ti y tú por mí. Es un camino sin Rubicón ni muertos en el camino. Te compro la ropa y la lavamos, tendemos y planchamos mientras balbuceamos una melodía.

Aquella tarde es ahora y ahora es siempre. El faro no se cansa de iluminar el horizonte inmenso ajeno a recelos. La pareja no precisa musas que inspiren ni atriles para discursos. Bastan días de chalana y engodo, haceres corrientes y sazones del alma: letras y corcheas. Andar contigo es refugio. Acurrúcate, mi niño, en mis pechos mullidos. Fuera hace frío de arrabal. Lastima la espalda, entumece las articulaciones. La baja presión acartona el atardecer.

Mármol arrinconado, polvo, un regalo que no, quietud, la boca sin boca, humedades, distancia, treguas de cocodrilo, el cristal roto, el número turquesa, tedio, convencimientos henchidos, angosturas, a propósito, cosas. Dame un abrazo que amortaje escombros.

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