Ilustración: María Luisa Hodgson

Ya he escrito sobre la brevedad y las canas. Y no sé si sobre esa mancha de vejez en la piel. Ayayai. Sé que nunca he reparado en el mosquito tigre ni he improvisado un dance con un folelé. Sí aseguro que hace unos días un mosquito de andar por casa me martirizó. Amparado en la oscuridad y en la somnolencia pudo conmigo. Ganó una batalla pero no la guerra. Por la mañana lo aplasté sin piedad. El rojo de mi sangre manchó la pared. ¡Muere, maldito insecto!

Por razones que no vienen al caso recientemente he frecuentado el Hospital Universitario de Canarias. Me gusta la medicina y me atraen los hospitales. En sus entrañas y vericuetos siento los dolores ajenos, el pinchazo en un brazo, la meada en una bacinilla, el vaporoso quejido de una anciana sola en la cama del pasillo. Extra muros vivimos al margen. La ropa interior es lírica. No de quita y pon. Sazonamos con sal y pimienta aspiraciones terrícolas en el sostén de frágiles esqueletos. Flirtear de camino al cementerio es avanzar hacia la expiración. No es cualquier cosa. No es bajar en ascensor de Urología a Rayos X.

Fuera del entorno de las batas blancas la vida es un espacio escénico. Dramatizamos la biografía. Imaginamos efímeras y mágicas sombras chinescas en el mundo rápido. Lo sabemos. Por eso no necesito un agobiante reloj que en la muñeca marque las horas, que imperturbable (tic-tac) recuerde el avance de los segundos, que adelante el jaque en el tablero de ajedrez, que cuente pasos sobre el asfalto o los latidos del corazón en sístole y diástole. El plano secuencia de la existencia no precisa recordatorios. Preferible la ficción, recrearse en el triciclo que recorre la moqueta del Hotel Overlook. El escalofriante resplandor de Stanley Kubrick dicta sentencia: tempus fugit.

Me recreo, en cambio, en el reloj daliniano que distorsiona, que derrite la memoria del instante. Deambulo en el territorio adolescente de la rebeldía surrealista. Vacilo. Tomarse el transcurrir demasiado en serio perturba. A veces dispone al mal humor. Y eso no. Vacilo. Insisto. Los problemas por resolver no son líos. Invitan a trazar nuevas rutas con la convicción de que el abrazo es un analgésico mejor que la leche condensada. Amar, reír, llorar. My way.

En la población flotante del HUC domina la tercera edad. Lógico. A los cuerpos cascados por las inclemencias les llega la hora del paso frecuente por talleres. Atrás queda la lozanía, las pieles tersas y los traseros embutidos en faldas animal print. Recauchutar la carcasa no es baladí. El instinto de supervivencia siempre es tendencia. No es un lamento. Ya es hora de cuidar el cabello, mesarlo y verlo crecer. Se trata de besar lento con olor a fresas y dolor en el costado. Como si fuese la última vez. Proteger la alegría es perderse contigo en el colchón. La angustia del adiós conduce a la desesperanza, a una dimensión que desgarra y estropea el atractivo del encanto. Luego a solas lloré y un aroma de paz calmó el silencio en pequeños sorbos.

Cabezas pelonas tampoco faltan. La huella de la quimio se manifiesta sin ambages. El cáncer y la aceleración son directamente proporcionales aunque la investigación oncológica avance que es una barbaridad. A estas alturas firmaría estirar la pata a causa del cáncer. Mueres con pausa y te despides de quienes aprietan cerca. Sabes que te apagas en un amanecer. Deliciosamente bien, recitó Pau Donés. Dichoso final queriente. La certeza irrumpe tarde o temprano. ¿Miedo a qué? Vivir es morir.

En la Asociación Española contra el Cáncer estreché amores. Con su presidente, Juan Julio Fernández, atrapé el tiempo y versos solidarios de belleza. Descansa en paz, amigo mío.

 

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