Ilustración: María Luisa Hodgson

Dulces con queso saben a besos. Es cerrar los ojos y degustar las golosinas que canta Pedro Guerra en la Bodega Linaje del Pago en El Sauzal. Idilio con copas de vino, pelo suelto y caricias de labios que son como el rasgue de la guitarra y no un mal sueño. Mañana lo cuento.

Buenos días, buenas noches y buenos besos: continuo espacio-tiempo sin pasado ni futuro. Solo ahora importa. Besos terrenales y etéreos, éxtasis humano y divino, trascendencia de cuerpo y alma. «Llama de amor vivo», contempló el místico. No valen besos a destajo. Quiero decir, retórica aparte, la razón última del beso es darse. Por ti repican las campanas.

No hay nada más urgente que un beso cuando escondemos la mejor cara o la tortura del herpes zóster asoma de los pies a la cabeza. Invierno. Glotonería que santifica y sacia la boca, cavidad húmeda que esconde lengua y dentadura, y una devoración que se acomete a flor de piel. Colibrí en primavera. A veces sin recato y galante y tierno, otras. Pájaro insaciable ajeno a la pedantería. El afecto no se jacta, no exige recompensas cansadas que se apagan en la desidia o en el rencor de buenas intenciones.

La sonrisa, tu sonrisa pueril invita al beso sin tregua, sin rutina. Imposible acostumbrarse a la costura perfecta, a la creación, al arcoíris que cruza el Cielo y nace entre la abundancia de una buganvilla morada. ¡Viva el beso! Pero no por el postureo progre antipuritano, sino porque enriquece la estética social. Malditas mascarillas y la industria farmacéutica que hipocondria y casi todo lo puede. La alegría del rostro no merece exilio, maltrato de soberbias y avaricias adultas que apagan el semblante.

El ser humano necesita el roce de congéneres que den sentido al despertar de la mañana. La vida anacoreta es anormal. Es apagarse, otear los días a través de la única rendija del soliloquio y sus fantasmas. No hay ternura. Es lapidarse despacio, quedarse en un blanco sine die aunque pienses o hables a voz en grito. En el fondo, silencio, velar la sombra propia. Acostumbrarse al egoísmo es reducir la felicidad a una dimensión espuria. La frescura de ánimo no es calderilla o no debería serlo. Aspirar a la admiración es anteponer mi actualidad al torrente de dicha que multiplica fuera. Reconocimiento al beso y a sus ráfagas: estancias calientes, huecos llenos, suelo fértil, lámparas encendidas. Con los besos no se mercadea. Con el corazón no se juega.

El beso es una complicidad de dos. Tres son multitud de cuerpos. Y si detrás de la cámara está Spencer Tunick abordamos una performance de carne excesiva en traslapo. Me quedo con el pan de oro de Gustav Klimt y los paños en la cabeza de Los amantes de Magritte. Amor clandestino. «El miedo es una grieta que agrandó el dolor», canta el cantautor de Güímar. Lejos del recelo, las dudas del mundo cruel se disipan con valor añadido. Arriesgarse sin lanzarse al vacío no es sufrir. ¿Quién dijo miedo? Imagina a John Lennon desnudo y en posición fetal besando a Yoko Ono. Imagina cerrar el final de una guerra con el beso de un marinero a una enfermera. Imagina un beso de tornillo entre los socialistas Brézhnev y Honecker. Imagina un beso de cine, una flor en lo marchito.

El primer beso callejero fue en Barcelona. El segundo y el tercero, recientemente en La Laguna y en la Capital tinerfeña. Alberto León sí es profeta en su tierra, como Bansky lo es en cualquier muro. Cultura pop y dos policías besándose. Siempre hay esperanza.

Será porque te amo.

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