Ilustración: María Luisa Hodgson

Definitivamente me borro del barro del Cara al Sol y de las zorras y los zorros que colean en el lodazal de la provocación. Huyo del espectáculo de la razón, del sarcasmo y el conflicto. Huyo de la bronca instalada en el escenario de las vanidades, de manos que mecen cunas, de verdades de carnet, cruzadas de barricada y discursos de Fidel. A estas alturas no voy con el lirio ni lanzo soflamas mitineras en las redes sociales para que aplaudan mi compromiso y condena. Enfermizo protagonismo que se envalentona en el púlpito. Ignorancia atrevida, verborrea en coche oficial, sentencias maximalistas sin pasacalle. Petulancia y luego, si tercia, perdón.

Hace unos días falleció Lorenzo Olarte. Y antes Adán Martín y Jerónimo Saavedra. Los tres presidieron el Gobierno canario y los tres crían malvas en San Borondón, al igual que menceyes, guanartemes y las madres que los parieron. ¿Dónde están ahora sus relámpagos, frescuras y auras? ¿Dónde estará este articulista cuando no respire frente al Teide, el océano y el Firmamento?

Los camposantos están llenos y las cenizas vuelan. Solo el papel que lo aguanta todo y la memoria digital recobran lo que fuimos, que es poca cosa, pensándolo bien. No somos más, por ejemplo, que los seres humanos negros olvidados en la tragedia de la ruta canaria hacia el paraíso de la necedad.

En Carnavales apartamos quienes somos o aparentamos. Dejamos a un lado la solemnidad y el guiño frente al espejo. Se nos cae la ropa y vestimos irreverentes la desnudez. Pero es un sueño. La mona se queda.

Idiotas en carrozas de celofán, en escaños, en efímeras glorias de mentiras e insidias, pululan en la vía pública. Dios los cría y se juntan para salvar a la patria, reivindicar sueldos vitalicios o lucir cuerpos de gimnasio con silicona. Pero luego llega la bofetada de realidad y el cáncer terminal golpea. Entonces la perspectiva cambia. La larga eternidad de Woody Allen se esfuma de la noche a la mañana y la vida, la de verdad, toma conciencia. Y la muerte, también. Vivir en la ficción de la casta pierde sentido. Vas a morir. Ya lo dijo Perogrullo.

Tampoco se trata de aislarse del mundanal ruido. El Homo sapiens no se concibe en la quietud, en la opacidad social. El envejecimiento pasivo es una huida sin botas puestas. Es quedarse impávido ante Garry Owen, el himno para la caballería ligera. Cuestión de prioridades.

En medio del desorden bien está montar muebles de Ikea y comer algunas láminas de chocolate negro con interior de menta. La delicia aporta calorías y refresca el ánimo. No cabe quebrarse en la ventisca. No cabe perder el compás de la institutriz que baja de las nubes cuando sopla el viento del este. La clave está en el compás. No hay duda. Incluso si amanece de madrugada o el sillón es motivo de discordia. En estas situaciones de crisis, cuando la tiniebla confunde y la fatiga ofusca, no hay nada como un After Eight. Luego, una ducha reparadora, una torrentera de agua que empape el pensamiento. Clímax sideral. No es metafísica.

Compro una lámpara Pixar para el dormitorio. Su luz ilumina la lectura y las sombras tras la cortina. La conexión eléctrica se solventa con un alargador y una caja de herramientas con clavos, tornillos, arandelas, destornilladores… Estas cajas que contienen lo más útil del Mundo son esenciales en casas bien amuebladas. Antes, por la tarde, he escaneado con la aplicación Yuka los códigos de barra de los alimentos que adquiero en Mercadona. Se trata de desechar los comestibles con aditivos nocivos. Aparto lo áspero, el grito, el insulto, el pataleo. Elijo, sencillamente.

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