
Ilustración: María Luisa Hodgson
Los ojos de hoy piensan poco. O no piensan. No tienen sosiego. Son ojos de cristal, frágiles, vacíos, inertes. Supongo que de mirarse tanto el ombligo, el hocico, las nalgas y las patas de gallo. Curvas y rectas. También atonta que te miren. Y mirar a la gente que está al otro lado de la pantalla. Soledad en medio de una realidad simulada que te posee (Matrix). Carencias, engaños, sueños que no existen. Primavera en el invierno terrenal desprovisto de milagros. Mal negocio.
No importa la garganta, el oído, la pituitaria, el tendón de Aquiles. Somos dos ojos y la prolongación. Mi felicidad en un rostro, en huellas sin alma. Cabezas huecas, huesos sin tuétano. La razón se estremece bajo la implacable peste del siglo XXI. El mundillo gira en torno a la pupila, al párpado y sus pestañas y legañas. Cataratas adiestradas en la apostura exhibicionista de la barraca de feria, en contoneos de niñas y niños que quieren ser artistas en falacias adultas, en la Isla de los Juegos que convirtió a Pinocho en burro.
Lucía de Siracusa no necesitaba ojos para ver. Hoy los ojos lo son todo. Son un bebé indefenso, delicado, que precisa teta, chupa y biberón. Requieren la máxima atención y cuidado: colirio, gafas de sol y espejos para verse, escrutarse y besarse. Incluso pañuelos por si caen lágrimas fáciles de emoción o cocodrilo. El llanto de verdad es cosa seria.
Cuántas mentiras y destellos en los teléfonos móviles. Mi vida en el píxel, en la fiesta devoradora de la palabra alrededor de la mesa, de la silla, del tresillo. Cervezas sin gas, risas fuleras, desvanecidas, lisonjas, famas vacías. La oscuridad a través de la luz. No es la lente de Annie Leibovitz ni la de Robert Capa. En aquel tiempo la fotografía era un primer día de colegio, un giro inesperado, poesía, el Concierto de Aranjuez y su piel de gallina. Magistral Joaquín Rodrigo y encantadoras cegueras.
Selfis, selfis, selfis. Selfis al cubo y en crecimiento exponencial. ¿Para qué tanta autofoto? ¿Qué atractivo tiene la autocomplacencia? ¿Cuál es el objetivo? ¿Terapia psicológica? ¿Cuestión de empoderamiento? ¿Inmortalizar el morro es oxígeno, energía nuclear para el amor propio?
Labios prominentes, lengua fuera, carne al mayor y al detall. Mostrarse en Instagram en paños menores, Zara o Prada es tendencia. Mujeres y hombres de cualquier origen y condición lucen planta por mero afán de protagonismo. Luego están quienes hacen del vicio una virtud y son (mal) ejemplo para el rebaño. La multitud, hipnotizada, se pliega al hechizo y participa en la tragicomedia con comentarios (y sus emoticonos) que se identifican con la imbecilidad más severa. No hay duda: el poder del pastoreo. Para muestra, botones: «Diosa», «Siiuuuuu», «Bellezón», «Guapoooo», «El cuerpo!», «Pa que más», «Osssss», «Hot yaar», «Locura», «Mueroooooo», «Fuego», «Tan pura como nadie».
En lugares donde impera la necedad es difícil que prospere el conocimiento. Buscar la aprobación colectiva succiona la cultura. Violencia, sexo, posesión, delirio, sumisión, esclavitud. El algoritmo prioriza y encumbra al posmoderno becerro de oro. Cima y abismo. Qué endeble y peligrosa la egolatría.
Un día, cuando regresaba de cazar, Narciso bebió de un lago y, al verse en el agua, se enamoró de su reflejo. Este querer imposible le hizo perder la cabeza y se suicidó. El mito de Narciso lo cuenta Ovidio en su Metamorfosis y está asociado a la planta homónima. El poeta romano inspira con el lenguaje de las flores en un jardín de dioses, ninfas y vanas pasiones. Lo que tiene vivir en una antropófaga y fascinadora jaula a merced de narcisistas con la pulpa azucarada.