Colecciono periódicos con historia, aunque todos retengan trozos de historia, la que el periodismo anuncia. Ahora guardan polvo. Hay polvos que se limpian y barren, polvos que malician en lodo y otros polvos. En este caso es un polvo que preserva palabras e imágenes del camino que enciende el alma con sabiduría, lágrimas, sueños y suerte. Al final, muerte y cenizas. Polvo somos.
Después hay periódicos que se mojan si llueve o amarillean si solea. Y periódicos que limpian cristales o empapelan el suelo de la cocina. También son mecha que encienden la hoguera, la vanidad o la indignación. Y los hay de partido, de Juana y la hermana. Y libres detrás de la verdad.
Negro sobre blanco no existen dos periódicos iguales. Tampoco, dos fuegos iguales: unos son fuegos bobos que no alumbran ni queman y otros arden la vida, abraza Galeano. Periódicos, fuego y gente con más o menos chispa. En el fondo, la gente. Gente y sus lecturas de cabecera o sin lecturas. Facebook, Twitter, Instagram y demás plataformas sociales no cuentan. Pobre gente que argumenta con dimes y diretes. Redes que atrapan y alienan con algoritmos polarizados. Malestar y noche de tres borrachos que silencian en lo oscuro el canto del abejaruco de García Lorca: uco, uco, uco, uco. Pájaro incomprendido.
Diarios en papel en crisis y digitales exponenciales. Y revistas pausadas en el salón de casa, en el sillón de Ikea o de Roche Bobois. Tanto da con el Concierto de Aranjuez, copa vino, letra capitular, columnas de texto y fotografías a sangre. O sea, sin márgenes en la página, sin paspartú. Las fotografías, si son buenas, mejor enteras. No caben medias tintas. Me recreo con David LaChapelle, Annie Leibovitz o Sebastião Salgado.
Y caricaturas y viñetas. Hilo fino. Humor fino en mentes idealistas que no se ahogan en un vaso de agua, quitan hierro a la circunstancia, se ríen del clavo ardiendo y prefieren sopa de amor a sopa de pescado. Bastan unos trazos y trozos de ingenio para radiografiar el despropósito, lo digno de elogio, el surrealismo y lo eterno: Rompetechos, Mortadelo y su jefe son inmortales. No pueden entrar al Cielo junto a Ibáñez, ilustra el historietista Jan, padre de Superlópez. Crac.
No sé cuántas regalices han pasado desde el niño aquel que leía colorines junto a sirenas de barcos y jugaba en la Fuente regia, en la Azotea con hormigas y en la Glorieta de costura y jaulas con canarios. El niño que corría y comía, a veces, tuétano con pan y en verano se bañaba en La Ballena, la piscina más grande. El niño del quinto piso izquierda que, infiltrado en la TÍA, no perdía detalle a la 13 Rue del Percebe (miradas indiscretas) y comía bocadillos de Anacleto, el Loco Carioco, doña Urraca, el repórter Tribulete, Zipi y Zape, el Botones Sacarino y Carpanta.
Hoy hemos cambiado. O no tanto. Tintín no extingue la luz de la infancia. Mientras, las nuevas generaciones activan clavijas en el brillante cartón piedra de Marvel o se disfrazan de cosplay. Ficción en un puñetero mundo adulto, fugaz laboratorio de aprendizajes con tubos de ensayo que echan humo o se rompen porque somos. En el Tranvía dos niñas juegan a las palmas: «Cho-co, cho-co, la-la / Cho-co, cho-co, te-te…». Minutos más tarde como chocolate en la soledad del número cuatro, calle Melancolía.
Trapisondas en el barrio que vivimos. Violencia verbal y miedo a diestra y siniestra. Tranquilidad. Pelillos a la mar. Ningún contratiempo tumba a Filemón. Siempre habrá genialidad, rebeldía, puntos sobre las íes, auroras, atardeceres, versos y besos tras bañarnos en un charco antes de que la farmacia cierre a su hora.
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