Claudio Marciano di Scala

Claudio Marciano di Scala, junto al arquitecto Renzo Piano, en la inauguración del Parlamento de La Valeta, Malta.

Hacía más de veinte años que no entraba en el edificio de la calle Viana número 50. Pisar de nuevo el patio central, subir por las escaleras de madera y sentir el frío de sus estancias y galerías, fue como rescatar la memoria y recuperar a los vicerrectores José Luis García Pérez y Antonio Álvarez de la Rosa. Mi tocayo convalece en el Centro Sociosanitario de La Guancha. Camina, muy, muy despacio, y está como ausente. El catedrático de Filología Francesa, por su parte, ya jubilado de la docencia, escribe de sus paseos por París y cuando toca, como todos, saca perras del cajero de marras. Y coincidimos, nos saludamos y me apercibo de que su mostacho sigue donde siempre, aunque más sabio. Impertérrito.

La visita a la casona lagunera se la debo a mi amigo Claudio, desinquieto y atrapado por las querencias universitarias. Esas mismas pasiones que compartí con Antonio Casanova, aliado de correrías claustrales. Con él, recientemente, retomé el contacto. Ahora vive en el norte de Italia, ha abierto un restaurante y es toda una autoridad en nutrición y hábitos de consumo. O sea, desde el gabinete que dirige programa cambios en los estilos de vida en pos de conservar, prevenir y mejorar la salud a través de una alimentación vegetal e integral. Si puedo, este 2016 (ilusionante) me escapo con Carmen Dolores a su refugio de Verbania, en el Piamonte, para comer con calma lasaña de calabaza y hongos, endivias rellenas y chutney de piña al aroma de canela y pimienta. Seguro que a Claudio, que es maltés pero también italiano, le gusta el plan y se apunta con Lucía de Suñer, que es de aquí y de Kenia, pero también italiana. Fascinadora.

En el cincuenta de la calle del poeta, decía, evoqué nostalgias. Pero de añoranzas no se vive, así que la vicerrectora de Internacionalización, Carmen Rubio, nos instruyó en las cuestiones necesarias para moverse con desenvoltura en recovecos de palacio. Importante. A esta doctora en Farmacia la había conocido días antes en un cóctel de copete y el mundo, que es un pañuelo, nos unió con la parienta Elsa Zurita y, por ende, con su marido Enrique Martínez, que es como un motor diésel. Su labor, junto a Basilio Valladares, fue esencial para la creación del Instituto Universitario de Enfermedades Tropicales y Salud Pública de Canarias, institución de referencia en la órbita científica de Manuel Elkin Patarroyo.

Y Claudio, otro diésel, ha promovido un proyecto para conectar territorios frágiles y ultraperiféricos, oportunidad que nos llevó hasta la república de San Marino y a meter la mano en el Adriático sobre la arena blanca de Rímini. Y soñé, desde Pedro García Cabrera, que es posible coger naranjas en la mar. Con Claudio la esperanza mantiene. Será su apellido que invita a retos estelares. Hasta el infinito y más allá.

Y en el número 50 de la calle Viana, en ese inmueble tan querido y tan mío y tan pasado y tan presente, bajo el techo en donde cuajaron amores fraternos y volaron proyectos y alientos para posarse después, se sentó Claudio Marciano di Scala. La vita.

 

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