Ilustración: María Luisa Hodgson

El 9 de octubre de 1492, después de 33 días de navegación tras hacer escala en La Gomera, el Diario de a bordo de Cristóbal Colón, cuya escritura se atribuye a Bartolomé de las Casas, el cafre de la Leyenda Negra (esa es otra historia), recogió que toda la noche oyeron pasar pájaros. Lógico. Estaban a tres soles de tocar tierra en Guanahaní, bautizada por el almirante como San Salvador, actual Watling (Bahamas). Las aves, en ocasiones, dan la nota. Las pardelas, por ejemplo, ponen la piel de gallina cuando al oscurecer emiten su estridente guaña-guaña en cualquier playa recóndita de Anaga. Los vencejos también se sienten, si bien su voz no perturba. Son endémicos de la Macaronesia y todos los años, a principios de la canícula, revolotean en mi cielo más doméstico de los caminos Vergara, El Natero y Fiscal. Pero ya están aquí. Se han adelantado. Será que avistan calma en torno a las araucarias. Los animales de Dios recuperan espacio. Incluso con el descaro del gorrión que, recientemente, revoloteó en el comedor junto a la raíz del viento de Martín Chirino y las musas del Parnaso. Eso sí, hace tiempo que no percibo el ulular de la lechuza lindera. La echo de menos. Levantaba el vuelo (solemne) al sentirse observada. Vergonzosa, desconfiada. Los mirlos sí que entran hasta la cocina, un decir. Con desparpajo picotean los aguacates que caen del árbol. Sobre el mantillo, paraíso de chuchangas y milpiés, solo dejan la pipa y la cáscara en cuenco. Listos. En La Palma, a los milpiés, bichos negros alargados que se enroscan y huelen mal, los denominan falangistas, nombre que para Antonio Machado Carrillo, académico de la Lengua canaria, no guarda relación con la falange de las JONS, sino con las hileras de patas que se mueven en oleadas, al igual que las falanges de los antiguos griegos. En cambio, en El Hierro, apunta el doctor en Biología, hay quienes los llaman socialistas porque, le indicaron, “son muchos y no hacen nada”.

Incidentes que escapan a nuestro control. Vidas cruzadas. Conductas ejemplares o rastreras. Aconteceres imprevisibles que siempre afectan y la Ley de Murphy explica. El caso es que, por a o por b, estamos a las puertas de una recesión pavorosa. Durante este veinte veinte el Producto Interior Bruto se desplomará un 9,2 % y la tasa de paro se irá hasta el 19 %. Se veía venir. ¿O no? Pérez Galdós afirma en su novela Misericordia que “resulta una gran tontería echar al destino la culpa de lo que es obra exclusiva de los propios caracteres y temperamentos”. Lo vemos en doña Francisquita o en doña Paca (según), que lleva en su ser el desbarajuste propio de sus inventivas por descuidada, frívola y caprichosa. Y en estas, la clase media española y galdosiana (“base del orden social”), esa gente corriente de Judith Guest y Robert Redford, con sus virtudes, vicios y defectos, se apresta a sufrir y a llorar con desespero en los próximos meses, ajena todavía a la nueva normalidad de Pedro Sánchez y su jefe de gabinete, Iván Redondo, expresión eufemística, ya inventada, que oculta la cotidianeidad sangrante que se avecina, en absoluto normal. La destrucción de dos millones de empleos es anormal, mientras que la incorporación de hábitos insólitos con fecha de caducidad nos volverá gilipollas, acaso, ridículos. Entre tanto, la propaganda de la Factoría Moncloa pone la atención en una compleja desescalada en fases que castiga a la pequeña y mediana empresa y satisface el vano bienestar del mundo alelado de Huxley. Peluquerías, gimnasios, barras de bar y terapias psicológicas para afrontar el mal trago. Repitan el estribillo. Y dentro de unas primaveras, superada la pandemia del coronavirus, recordaremos, con un trinar, que una rosa marchita quiso robarnos la única normalidad posible.

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