Ilustración: María Luisa Hodgson

La educación suspende de nuevo en España. La Ley Celaá, la octava en democracia, se aprobará sin consenso y, como ya viene siendo habitual, estará marcada por el sesgo ideológico. Más de lo mismo. Cansa. Hastía el comportamiento de la clase política y de la claque cansina habitante de plataformas sociales. Y llora, de igual manera, la universidad. Languidece en lo online. La formación telemática no es un invento que agrade a campus y aledaños. Andan sombríos, tristes, sin grillos que canten ni pardillos sufrientes. Sillas ociosas, mesas desoladas, retretes impolutos, cafeteras sin café, peldaños sin traseros. La Chocolatera, en el Edificio Central de la Universidad de La Laguna, amarga. La Calabaza de Anchieta ni es verdura ni puré. La Pirámide de Guajara, embalsamada, y las curvas de Bellas Artes, sin lisonjas contracorriente. Solo la Pagoda de la rectora, Rosa Aguilar, anima el muermo. Ya tocaba la batucada y la acampada. Recuerdo, porque las viví, que las sufrió Marisa Tejedor. El alumnado contestatario aprovecha la mínima para desplegar pancartas, vociferar soflamas, lanzar comunicados y exigir dimisiones. Va en los genes. En esta ocasión, la detención de dos estudiantes tras la celebración en el parquin de Bellas Artes del I Congreso de Seguridad y Turismo, enervó ánimos y resucitó al universitario Javier Fernández Quesada, abatido en La Laguna en 1977 por disparos de la Guardia Civil en una protesta. La maquinaria de la bronca se engrasa, además, en aperturas de curso y en variopintas concentraciones. Peloteras contra el recurrente fascismo. Eso sí, inquieta el mensaje intemperante y sañudo de la Plataforma de Estudiantes de Tenerife tras abandonar el encierro en el Rectorado de la ULL: “Este es el segundo aviso después de una huelga estudiantil que marcó precedentes y en la que mostramos nuestra fuerza. Nuestro siguiente golpe está preparado. No vamos a abandonar. No vamos a ceder”. Juventudes airadas y amenazadoras que replican mensajes furiosos de sus mayores reaccionarios, como el del secretario general de Sortu, Arkaitz Rodríguez, que notifica en tribuna democrática que su formación va «a Madrid a tumbar definitivamente el régimen en beneficio de las mayorías y los pueblos». Turba el modo imperativo alejado de la legítima disparidad y del criterio y talante de mi rectora, que se reafirma en que el diálogo ha de ser la única vía para la resolución de cualquier tipo de conflicto. Y me sumo a la lejanía que muestra con “posiciones intolerantes y poco edificantes como las que hemos visto estos días y que no ayudan a construir en modo alguno la universidad que queremos”.

Salvo este disturbio que ha agitado la semana a la Institución académica, apena ver como la vida universitaria, esa que cala en el alumnado, languidece. La Enseñanza Superior no se limita a la investigación, a lecciones magistrales más o menos brillantes o a impulsar prácticas que asienten competencias, tal como propugna el Tratado de Bolonia. También es compartir y sentir experiencias que no se olvidan. La pandemia, es verdad, ha obligado a que docentes y estudiantes mejoremos en tiempo récord las habilidades que teníamos en las tecnologías de la comunicación. Es un lujo mantener, ya con cierta asiduidad, encuentros audiovisuales síncronos con colegas de otros centros académicos. No obstante, la instrucción, el día a día, se torna distante. El calor académico no existe. Si ya de por sí la desgana y la falta de compromiso son un signo inequívoco de las nuevas generaciones, quedarse en casa acentuará la falta de carácter de las próximas hornadas de profesionales. Habrán perdido la universidad. Ante la evidencia y mientras dure la crisis sanitaria, la innovación y la seducción digital reducirán distancias. No es fácil pero es el único camino para evitar que la denostada titulitis cercene horizontes.

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