Ilustración: María Luisa Hodgson

Canarias es fuego (lo vemos y lo sabíamos) y agua y salitre. Y tierra y aire, inspiraciones presentes en la creación de tantas obras artísticas. Se siente, por ejemplo, en el proyecto Poema de los Elementos que el pintor Néstor Martín-Fernández de la Torre asumió como una constante a lo largo de su trayectoria pictórica y que los cocineros Juan Carlos y Jonathan Padrón han incorporado al discurso gastrónomico que presentan en el restaurante Poemas del Hotel Santa Catalina de Las Palmas de Gran Canaria.

Las Islas no se entenderían sin el volcán ni la rompiente de las olas, los charcos, la arena, el bajío y la maresía. Y para quienes somos de ínsula el piche se incluiría también en el diccionario. Piche, no restos de hidrocarburo como han escrito y verbalizado, recientemente, periodistas de aquí con complejo, exigencia cansada, distantes del canarismo o amantes del eufemismo que tapa la cruda realidad. La fofez de mi querida profesión.

De niño, en unos charquitos de Las Galletas, pisé, torpe, un erizo y las púas clavaron hondo. Después, el animal punzante machucado y otros invertebrados marinos fueron picoteados por fulas y pejes verdes atrapados en la pandorga. El ciclo de la vida. Peor es que se te clave un clavo. Le pasó a mi amigo Donacio en una obra. Tras arrancárselo con un par no brotó sangre y el capataz, raudo y sabio, molió a maderazos el empeine accidentado no fuera que se infectase la herida. O eso pensó el buen hombre. La sangre, entonces, chorreó generosa y Donacio se cagó en la puta madre del capataz. ¡Uff!

En otras ocasiones he pulpeado y he cogido lapas y burgados. Los burgados macerados en bote de cristal con vinagre de vino blanco, hojitas de laurel, sal y limón son una delicia. Y el vino, mesa y compaña, el aroma a tarajal y el callao próximo, también.

Hace unos días respiré bajamar a bordo de un barco varado en el Porís de Abona. Es un barco de vanguardia que bebe, un decir, del submarino del Capitán Nemo y de la nave espacial Enterprise. En la cubierta de madera de ébano verde, en donde la proa asoleada partícipa de la costa salada, una piscina se funde con el horizonte, con el batiente, a menudo, ventoso. Aunque para marineros avezados, mejor el sople que la calma chicha. Luego, el patio interior descubierto genera la ventilación natural e iluminación propicias para vivir, disfrutar y aislarte, como si de una isla misteriosa se tratase. Tiempo para sueños. Y en su suelo y picón negro, paredes blancas, un armario sin pomos, reflejos, miradas y una higuera cómplice, la mañana, el mediodía y el tardeo abrazan la anochecida. Fácil perderse en palabras y una copa y varias botellas que se acaban y huelen a garnacha, tintilla y negramoll. Veinte mil leguas y un arrulle.

Orillas roqueras de basalto y azul y blanco del océano que golpea y revuelve incesante. Paisajes inacabados. Dice el arquitecto que es bueno que haya cosas sin acabar para que la vida no se acabe. O algo así. Y un día, de nuevo, o no porque la colada gana espesor y lo impide la montaña de Todoque, el magma caliente, pesado y fluido se sumergirá en el litoral frío para volverse pétreo. Colada sin marcha atrás. Reacciones químicas, vapor y gases. Alquimia. Es el dibujo inacabado de Leonardo (Neptuno guiando a los hipocampos) que muestra en toda su potencia la fuerza y violencia de la naturaleza. Solo un dios y sus caballos quiméricos pueden domarla. Mitología inalcanzable para el ser humano (y sus creaciones) frágil y quebradizo. Mezquino y solidario. Lágrimas. Esperanza. Con la mano en la mar así la espero. Cantó el poeta.

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