Ilustración: María Luisa Hodgson

En la playa de Tijuana la valla fronteriza que se adentra en el Pacífico es una atracción turística. Desde un mirador se divisa la cercana San Diego y pintadas (no war, peace, más amor…) sobre la herrumbre de la divisoria. A un lado, sombrillas, música norteña, limonada mineral, tacos de pescado… Al otro, Estados Unidos observa, especialmente en días de niebla. El control no es tan efectivo tierra adentro. Son 3169 kilómetros hasta la costa del Golfo de México con vallas, muro, alambradas, nada (el estado que menos barreras tiene es Texas) y dos desiertos: Sonora y Chihuahua, este último el más extenso de Norteamérica, territorios propicios al negocio de astutos coyotes aliados de mafias que tratan con seres humanos. Solo estos avezados guías, que cobran ocho mil dólares, saben burlar a la guardia fronteriza y orientarse entre alacranes, tarántulas y demás bichos adaptados a altas temperaturas durante el día e intenso frío por la noche. Imposible vigilar todos los centímetros, narcotúneles y caminos que llevan al sueño americano, difícil neutralizar los ríos de carne y hueso que se mueven hacia el Gigante del Norte, incluso desde África en barcos nodriza destino Brasil. Tijuana y otras ciudades en la frontera se erigen, entonces, en asentamientos de paso y rápido crecimiento marcados por la residencia marginal, en ocasiones (no entraba en el guion), para siempre. Inmundas colonias sin ley, madrigueras en cualquier agujero, cartones, hediondez, chutes de adicciones, violencia, desesperos y olvido. Ese olvido del después que hila el poeta Ángel García López: «Y aquello que fue vida sintió espanto / de ser humo. Después vino este olvido / a decirme que el sueño estaba muerto».

Hay quienes no pierden la esperanza y esperan en albergues a que Estados Unidos atienda sus peticiones de asilo. Por ejemplo, en situaciones de persecución o tortura (temor creíble) en sus países de origen.

El océano es otra opción que tienta a migrantes con ansia de suelo yanqui. Potentes fuerabordas arriban a puntos pactados de la costa de California en donde esperan cuadrillas de enlace. Luego, semanas en casas seguras o de amistades o familia. Y el miedo a la deportación. Pero compensa el riesgo. En una hora de trabajo mal pagado y sin contrato se gana lo que en una jornada un poco más abajo. El primer mundo de la hamburguesa Kahuna es un regalo, también para bebés que nacen con la nacionalidad estadounidense previo pago de treinta mil dólares a algún centro médico gringo. Bendito pan.

Y en el límite, el negocio. Clínicas privadas de cirugía y medicina estética se levantan lustrosas en el México postrero próximas a las garitas fronterizas con barras y estrellas, policías, pasaportes, visados, coloridos puestos ambulantes y colas interminables de personas y automóviles. De norte a sur, en cambio, nadie inspecciona. Al dólar se le recibe con los brazos abiertos. Mastopexias, lipos, liftings… se programan en quirófanos junto a rápidas aplicaciones de bótox y ácido hialurónico. Rostros y cuerpos ideales (o caricaturescos) a buen precio que no rozan con la enchilada. Renta, de igual forma, el mercado sexual. En la calle Coahuila de Tijuana se ubica la que denominan Zona Roja o Zona de Tolerancia, esto es, una de las áreas de prostitución más activas del Mundo. Infortunadas mujeres al servicio de ricos blancos barbilampiños y disfrutones juerguistas de fin de semana adoradores del coto. Víctimas y ausentes al viaje de apátridas del Continente negro y de Asia, y de gente, mucha gente, de Latinoamérica. Flujos constantes en la sombra a través de selvas, rutas clandestinas o transportes regulares. Y la desdicha (o libertad) de quedarse en la cuneta.

El mapa de la migración es cruel, además, en las oleadas del Caribe, Canarias y Mediterráneo. La búsqueda del último refugio es la frontera.

 

 

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