Ilustración: María Luisa Hodgson

Hace unos días recordaba palabras de mi padre, palabras que utilizaba para adornar la vida y quererla. Con música, en verso, con líneas y párrafos cualesquiera. Y siempre para honrarla y no mancharla con palabras estériles. Ahora me doy cuenta. Ahora valoro aquel tiempo, ahora despierto momentos que no calaban y ahora sí. Rememoro que los mandados se solventaban “a la velocidad del espía ruso” y que los estornudos se acompañaban con un «date en el totizo». El canarismo llenaba de Alisio el cogote castellano y reivindicaba la costumbre nuestra. Arraigo a Tenerife, la isla que tanto quiso y ensalzaba con Nicolás Estévanez a propósito del almirante inglés: «Cuanto más alta se ponga / de Horacio Nelson la estatua, / más alto verán los siglos / el nombre de mi Nivaria». Tenerife le encendía el alma. Era, en su imaginario, una de las morenas vírgenes de Dulce María Loynaz, la poeta cubana que pasó un verano en la mayor y más poblada isla de la Macaronesia, apuntaba certero.

Santa Cruz de Tenerife tampoco se quedaba atrás en las querencias. Todavía retengo las dos últimas estrofas de un soneto de Manuel Verdugo que recitaba en ocasiones propicias: “A ti va mi homenaje, Santa Cruz bien amado; / tú tienes gesto amable para el recién llegado; tú tienes gesta heroica: la que eclipsó a tu sol… // Ciudad noble, te aguarda un futuro risueño. / Eres el arca santa del patriotismo isleño. / Yo a tu sombra me siento doblemente español”. Huellas en el páramo. Imperecederas.

En nuestra casa los juegos de manos, o sea, las peleas entre hermanos, eran juegos de villanos y solo, en ocasiones, los adjetivos tortolín (otro canarismo) y pajolero asomaban sandungueros. En Casa nunca oímos palabras insolentes. No era un sitio para retener malsonancias.

Diferente es la Cámara Baja de la Carrera de San Jerónimo, reflejo de la sociedad. Y no debería. Perturba que sus señorías se apoyen en la violencia verbal a la hora de defender o rebatir. No extraña, entonces, que la profesora valenciana Rosa María Estevan, ya jubilada, haya reunido en pocos días más de cincuenta mil firmas en la plataforma Change.org para acabar con los improperios que se disparan en el Congreso: inútil, débil, mujer de, acomplejada, inmadura, liberadora de violadores, imbécil, gilipollas… La exdocente ha confesado sentir vergüenza y tristeza ante estos insultos instalados en la normalidad. Una muestra más de toda la violencia descrita por el poeta Abraham Guerrero. Maneras prosaicas, grotescas, rápidas, insolentes, egoístas, mezquinas, mías (no tuyas), agresivas, murmuradoras, de vuelta y media. Miserable lenguaje. Y no me vengan con democracia y progresía. “No es eso”, decía mi padre, conversador resuelto. En ocasiones, enérgico. Siempre transmisor de palabras que pasan de generación en generación, como el poema que recitaba Abuelo Víctor después de que mi hermana Isabel naciese un 14 de abril: “Nombre de reina tienes, y no es en vano. / Y aunque soy republicano / desde que oí tu nombre morena mía, / quiero que me gobierne la monarquía”.

Baqueteado en el desaparecido Cuerpo de Telégrafos y en el plomo de las extintas linotipias, las palabras en mi casa no se las llevaba el viento. A veces se cantaban en morse: ti-taa, ti-ti, ti-taa… A veces se enviaban, contadas, en un telegrama, como aquel desde Segovia… A veces (las últimas veces) instaba a librarse de ellas: “Mi padre, Rafael, quiere vaciar su casa de libros. Y yo le digo que no, que los deje en su sitio y los mueva de vez en cuando para despertar ficciones, evocar existencias o sentir dedicatorias inveteradas”.

Con mi padre descubrí que Eduardo Zamacois era hijo de don Pantaleón y de doña Victoria. Y que el transcurrir de este escritor errante había sido un pasatiempo y una canción.

Palabras para la sala de espera. Que se va.

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