Ilustración: María Luisa Hodgson

De un tiempo a esta parte me desvelo más de la cuenta. Será la edad, el dolor de espalda o el estrés premortem, tónica habitual entre quienes somos del Baby Boom. El caso es que me desvelé y, atolondrado, asenté posaderas en el pijo cheslonge de Roche Bobois (y de la sabia empresaria Gloria García) que luce en el salón de Casa. En Navidad el salón de Casa viste recargado de Navidad como la tienda aquella de Centro Verde que tanto gustaba en Santa Cruz y ya no existe. En esas estaba cuando de madrugada, entre el estremecer de ballonetas caladas, balaceras y trincheras infectas de roedores (Sin novedad en el frente, Edward Berger, 2022), los truenos se sumaron al encanto de la noche. Todas las noches tienen su encanto, incluso las desveladas y aquellas con trasfondo bélico y estruendo de truenos. En un primer momento asocié el retumbe incesante con el sonido diegético del largometraje, pero no. Los truenos eran reales, tan reales como el cuarto movimiento de la Novena de Beethoven que, horas antes, había erizado pieles en el Concierto de Navidad dirigido por Víctor Pablo Pérez, que ya es tan de ínsula como la Farola del Mar, aunque no alumbre.

Menos mal que la mañana del 25 hacía buen tiempo. La calma que precedió a la tormenta fue propicia para quitar la mala hierba de mi jardín tacorontero. La mala hierba es insaciable, torrontuda, libertina, cansina… Y urticante apenas asoma la ortiga. A la maleza hay que combatirla con tesón y disciplina. Y con la pericia precisa para no dañar a las plantas buenas, que las hay y arreglan lo feo. Mi última adquisición, una calisia de porte colgante para una de las ramas del limonero que habla inglés y francés.

Combiné la tarea de eliminar las malas hierbas con la retirada de hojas secas de los aguacateros, el trasplante de tres geranios y el acicale de una plectranthus o planta del dinero. A esta especie resistente la cuido con esmero, pues aunque no me tocó el Gordo de la Lotería tenerla lustrosa invita a la prosperidad.

En mi jardín hay un putti de piedra que es bebedero y una fuente en donde vive una rana que, parca en cortejos, cuenta la canción, antes que rana fue rubia americana. Esto es así porque en mi jardín tallos y hojas se mueven con la música del poeta Miguel Hernández: amor y sementera. Fácil soñar, sufrir, galantear y bailar en la floresta. Fácil contornearse loco, loquito, loco junto al putti, la rana princesa y demás criaturas del edén. Las chuchangas se desvisten, los mirlos revolotean, el petirrojo salta conmigo y el gato Blue hace uyuyuyuh. El último dance fue con un aguacero de yuca y té, y algunas baladas italianas (cosa más bella que tú). Ay. A Dios le pido.

Tras la fiesta romana, que fue sin enana, gogós y mariachis, o sea, sin Martini, sin Raffaella (A far l’amore comincia tu) y sin mover la colita mamita rica, las miradas apuntaron al sarao con naftalina del 28 en el Real Club de Golf de Gaspar Cólogan. Nada nuevo en el green de El Peñón. Después, bonito el Sol, bonito el tardeo, bonito el Teide, bonita la luz, bonita la risa, bonita la fresa, bonita la lágrima, bonito el jersey. Bonita tú. Y un café solo, una Coca-Cola con hielo, una Navidad Rock con olor a menta, un collar precolombino y unas margaritas en El Chapulín con el pintor mexicano Luis Kerch, recién llegado de San José de Los Cabos junto a la encantadora Victoria Morales. Qué alegría la carcajada en el callejón del Combate. Qué chiflado, qué bonito mi jardín.

Un, dos, tres, Juan, Periquito y Andrés. Feliz 2023.

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