Ilustración: María Luisa Hodgson

Cuando el ladronzuelo se percató de que las bolsas recién robadas con la desenvoltura del tirón solo portaban libros soltó el botín. ¿¡Libros!? ¿¡Quién quiere libros!? Ya ni las bibliotecas los quieren. Las donaciones no son bien recibidas. Cierren la puerta. Las voces impresas sobran en las estanterías solitarias. No tenemos ganas de caricias. Vivimos deprisa. Cansa el silencio de la lectura. Dormirse entre letras no seduce. Sábanas frías o demasiado calientes. Faltan historias de verdad y las que son se cuentan rápido en pantallas que no sienten. Sufrimos en divanes solitarios ahogados en el esperpento de un tal Valle Inclán.

Con una persona leída la segunda copa tiene razón. El fetiche, el ídolo, el Happy Buda, la sonrisa de Joker en Instagram solo son flor para un par de paradas del Tranvía. Y no justifiquemos estos malos tiempos para la lírica. La mercancía que portamos enriquece, es vano engreimiento o infortunio. Nosotros elegimos. El caso es que mejor el Árbol de luz de Manuel Padorno que guíe la lectura, que verode en los tejados aunque lo cante el poeta Pedro García Cabrera.

Me arrimo a ti. Las primaveras vuelan y la sintaxis no espera. La ventaja de la madurez es que el viento sopla favorable, aún en la tormenta. Es la vejez perruna consciente de que la existencia se va. Qué bonito pausar palabras, no por ir a contracorriente del ganado digital, que sí, sino por llenarme de besos y abrazos. Fruta de la pasión para sobrevivir en medio de los escaños de sus adocenadas señorías y de la vacuidad de Papa Noel. Mejor ron añejo que Coca-Cola.

El papel lo aguanta todo. Es verdad. Pero el mercado dicta sentencia con cabezas hacia abajo. Pone en su sitio a presidentes petulantes que presentan lo suyo (Tierra firme) en medio de la basura de Jorge Javier. Dios los cría y ellos se juntan. No todo vale. En caso de duda, los clásicos. O si prefieres, La conjura de los necios de John Kennedy Toole. Muy actual. La salud hay que cuidarla. Te regalo, igualmente, el café, la vuelta al tabaco, la infusión de jengibre, la insoportable levedad de la televisión.

Confío en que los libros vuelvan, como vuelven las oscuras golondrinas y las tupidas madreselvas de tu jardín, como han vuelto la aguja sobre el vinilo y los pantalones de campana. Los lleva Ana, Juana y la hermana. La vida es un volver, un desordenar y ordenar. Ley de vida. No hay mal que cien años dure ni estantería desnuda que lo resista. Crecer entre letras y su geometría es respirar, matar la desidia, la ignorancia, la compulsiva consulta del teléfono móvil que depreda el conocimiento y la calma. Me refugio en las librerías que fueron de Domingo Pérez Minik y Carlos Pinto Grote.

Vivir feliz y sin reguetón es posible. Con el perro fiel escrito es posible. La oferta que amplía horizontes, cultura y criterio es inmensa. Incluso con agua helada cuando el calentador falla. Buena disculpa para estimular la circulación y activar el cuerpo con dopamina y lluvia de ideas por peregrinas que sean: fertilizantes en prosa y poesía que levitan el paso del ser. Y Juan Sebastián Bach. Una y mil veces. El ánimo de un ratón entre renglones no es bronco.

En la mesa blanca, entre sillas blancas, en el absorto, me distrae una invisible señora de blanco que pasa la mopa y quita el polvo. Levanto los pies. Serena la belleza de lo limpio bajo gotas de agua eléctricas. La diligente y discreta limpiadora zigzaguea sobre el parqué. Vista y no vista, como alma que lleva, ahora está lejos de otras luminarias en otros polvos, en otros libros. La mirada tiene sentido. Me olvido de comer. Pasamos página.

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