Ilustración: María Luisa Hodgson

Cada uno en su casa y Dios en la de todos. Y si en el Real Casino de Tenerife los hombres de pelo en piernas no pueden entrar en bermudas, pues ajo y agua. Que el pantalón corto y el choleo está bien para vacilar, ir a la playa o a la terracita pa mandarte unos camarones, lapas, pulpito y cerveza. Pero en el Casino no. En sus dignos salones, los pantalones hasta el tobillo. Bien es verdad que la pelambrera del varón ya se depila con cera, láser o luz pulsada. Y no solo en las recias extremidades inferiores, sino, además, en axilas, glúteos, pecho, brazos, hombros, espalda y… huevos, perdón, pelvis. Pero ni con esas. El calzón, en el Casino, por debajo de la rodilla aunque el vello varonil brille por su ausencia. El atuendo formal es pauta en el interior del histórico edificio racionalista diseñado por el arquitecto Miguel Martín, que en paz descanse. Y no hay que rasgarse las vestiduras ante las normas de vestimenta, vigentes y necesarias en decenas de organizaciones públicas y privadas, centenarias y modernas, dispuestas a lo largo y ancho de este mundo contemporáneo (y desquiciado) nuestro. El Casino no es una rara avis, no es Casa de Tócame Roque en donde reine la confusión.

Nivaria, aunque sea tierra de tenderetes y carnaval, y los notas y coleguitas y tal campen a sus anchas, es, igualmente, isla ordenada que vela, un ejemplo, por el correcto vestir del traje típico, que no es disfraz. Y para que la cosa no se desmelene ahí están Efraín Medina, Luis Dávila, Juan de la Cruz y el Consejo Sectorial de la Indumentaria Tradicional. No todo vale en la Romería de San Benito y demás fiestas populares de parranda, vaso vino, queso, papa arrugada, ropavieja y escaldón. Y, por extensión, no todo vale en la Sociedad que preside Miguel Cabrera Pérez-Camacho, quien desde el minuto cero tuvo claro que debía apoyar la actuación de las dos ordenanzas, como las del conserje, Jeremías Hernández, también presidente de la Federación Insular de Lucha Canaria, y la gerente, Raquel Gutiérrez, cuando el 27 de junio altercaron con un grupo de policías (dos locales y tres nacionales) tras negarle la entrada a un agente de paisano que iba con las pantorrillas al aire. Hasta el más santo tiene su espanto.

Miguel Cabrera, fajado en mil batallas, jurista de reconocido prestigio y listo como una tea, no se achantó ante el suceso y puso a los guardias en su sitio, o sea, de patitas en la calle. No tenían orden judicial ni existía causa mayor que justificase su presencia en la sede societaria. Y se armó. Normal. Y después: el mal uso de las redes sociales, dimes y diretes, comunicados, apertura de expedientes, los sindicatos que salen al paso y una asamblea general informativa para socios y familiares acreditados (10 de julio) que cierra filas en torno al boss y aplaude, efusiva, a los empleados implicados.

El presidente, que fue diputado en Cortes y en el Parlamento autonómico, y que desafió a José Manuel Soria cuando este cortaba bacalao, se creció en la reunión. No hay astado que se le ponga por delante cuando la faena está de su parte. Bravuras las justas. Ya una vez promovió la prohibición de corridas de toros en las Islas Canarias. A sus animales nadie le pone la pata encima y, ahora, a su familia del Casino, tampoco. El estado social y de derecho le ampara. Por eso ha presentado la correspondiente denuncia. Las decisiones hay que tomarlas y ser consecuente con ellas. “Cuando lo socios me eligieron no querían un presidente florero”, subraya Pérez-Camacho. El orador se mueve muy bien en la arenga. Y lo sabe. Envalentonado y seguro afirma que se llegó a amenazar a los trabajadores con una posible detención si no colaboraban. Y eso no. Las fanfarronerías no se consienten aunque estas se escuden en una placa.

El Real Casino de Tenerife es la sociedad cultural más antigua del Archipiélago, Medalla de Oro de la Ciudad, de la Isla y de Canarias. Y nadie discute que entre sus paredes se extrema el trato exquisito y educado hacia todas las personas, asociadas o no. Por supuesto, habrá quienes rechacen a los pobladores de este club de abolengo y distinción, y hayan aprovechado el desagradable incidente para agraviarlos con argumentos ad hominen. Ni caso. Lo cortés no quita lo valiente. Y si en ocasiones hay que echarle arrestos y soltar un exabrupto, se suelta. ¡Coño!

 

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