Ilustración: María Luisa Hodgson

El caso es que almorcé en Los Silos con el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince. Y con cinco personas más. Trasladarme en guagua hasta la Isla Baja desde La Laguna, pasando por el Puerto de la Cruz e Icod de los Vinos, unas dos horas de trayecto con mascarilla, se debió a la presencia del autor de El olvido que seremos. El resto de comensales también merecían el desplazamiento, pero a esa apreciada gente ya los tenía vistos. A dos de ellos, además, requetevistos. Nos acompañaron, igualmente, algunas moscas cojoneras, no las de las palomas o caballos, la Psudolynchia canariensis, sino la doméstica, el dichoso, molesto e insistente insecto alado que acaba tocándote la paciencia.

Antes del homenaje picoteamos queso manchego y vaso vino. Pedimos en vano queso del país. Lástima. No es que el manchego no esté a la altura. En ocasiones como estas, con invitados de buena pluma y apostura, lo suyo es el nuestro. Más tarde compensamos la carencia con un árbol endémico de Canarias y Madeira: comimos en las entrañas de El Mocán, restaurante en casa terrera en una calle tranquila de casas terreras con horizontes al mar y a la ladera.

El medenillense tiene una libreta pequeña en donde apunta ideas y lo que resulte. No es una Moleskine aunque sirve igual. El propietario de la libreta pequeña (y de tantos recuerdos) no parece marquista. Es un tipo desapercibido, sin postureos ni vanaglorias. Es un tipo consciente de que la memoria, a veces, falla y necesita negro sobre blanco. Por eso lleva encima la libreta pequeña.

Abad Faciolince es un intelectual tranquilo y reposón que place con siestas, paseos, miradas y escuchas. En 2019 publicó un libro con elocuencias que asentó a diario. Lo tituló Lo que fue presente. ¡Qué buen título! Seducir con estilo no es fácil.

Me hubiera gustado estar a solas con él, no obstante surgió compartirlo en mesa y mantel. Lo que sucede conviene. Ya saldrá el vis a vis. Me cuenta que ahora, durante una temporada, residirá en Madrid, así que le llamaré en una semana. Dios mediante vuelo a la Villa y Corte. Hace años quedé en Madrid con Juancho Armas Marcelo. Desde entonces no he vuelto a verle. La vida que se cuenta y enreda. Por cierto, aprovecharé la escapada para departir con Alberto Vázquez Figueroa. Ya octogenario, vive más tiempo unido al Madroño que pegado a la orchilla. Prefiero esta conversa que ir a un musical, lo que la tropa de provincias suele hacer cuando recala en la Capital tabernaria.

A. Faciolince (me fascina el segundo apellido) se deja llevar en Los Silos de aquí para allá. Y visita, por supuesto, las Cañadas del Teide. No conoce Tenerife. Por momentos se siente extranjero. Luego, Nivaria arropa. Estamos cerca de Antioquia. Fácil quererle. Será su sonrisa y que se toma las cosas con humor. Da esa impresión. Ha tenido la suerte de caer en el XXVI Festival Internacional del Cuento de Los Silos que dirige Ernesto Rodríguez Abad, otro tipo tranquilo, reidor, que repasa con palabras y sueña.

La estancia no finaliza sin que el exitoso escritor llevado al cine por Fernando Trueba descubra un azulejo en el callejón literario de Aregume junto a una ilustración de Federico Regalado, creador del desternillante cartel del Festival. Letras y trazos que son luz, libertad y carcajada frente al tirano, el dolor, el rencor y la rabia. Arturo Maccanti marca la senda: “Es muy triste quedarse —como un río / sin agua— sin amor, solo y vacío, / porque el hombre es amor. Amor o nada…”. Recita Cecilia Domínguez, rapsoda que pasa por ahí, caza al vuelo y corteja suave.

Sanadora.

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