Ilustración: María Luisa Hodgson

En Canarias estamos al corriente de que pollaboba es un insulto y que según en qué situación comunicativa se emplee tiene mayor o menor impacto. Por ejemplo, en relaciones de confianza pierde toda la agresividad para erigirse en una muestra afectuosa. Esta perogrullada se da, igualmente, con otros improperios. No escribo nada que no sepamos. Además, sabemos (o deberíamos) que pollaboba es un canarismo, no así gilipollas que, aunque de la misma manera se oye en estas permeables tierras de ínsula, se identifica con el español peninsular. Por otra parte, que el palabro de marras sea un canarismo no lo exime de la malsonancia. Es un vulgarismo, como lo son tolete o machango, y su uso debe evitarse en contextos inadecuados. El problema es que todavía hay quienes relacionan el empleo de canarismos con el lenguaje chachón y no es eso. El dialecto canario cuenta con expresiones cultas y coloquiales que también forman parte del rico léxico hispano: beletén, boliche, chipichipi, cotufa, creyón, dulce, folelé, gofio, jeito, magua, maresía, perenquén… vocablos estupendos que (algunos) encontramos en el libro Palabras nuestras editado en diciembre de 2019 por la Academia Canaria de la Lengua (ACL), presidida por el colega Humberto Hernández, con motivo del vigésimo aniversario de la docta Institución.

Con estas premisas, estuvo fuera de lugar que el senador Asier Antona calificase de pollaboba (y metepatas) al ministro de Consumo, Alberto Garzón, después de las declaraciones que formuló en el diario británico The Guardian sobre el sector ganadero y las macrogranjas. La Cámara Alta no es lugar apropiado para la grosería, familiaridades o excesivas confianzas. Y si lo que quería el político del PP era pegarle un serruchazo al comunista bocazas desde la canariedad, pudo arrimarse con ingenio al verseador Yeray Rodríguez (profesor de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria y académico de la ACL) y entonar con autocrítica: “No sé si es casualidad / o a través de los cristales / de los coches oficiales / no se ve la realidad”. La cosa está muy malamente, que diría con chispa el periodista José Carlos Alberto. Descansa en paz, peludo.

Juntar letras con estilo en la escritura o en la oralidad no es tarea fácil. Requiere estudio y práctica (generar hábito), sin desdeñar el don o habilidad que se pueda poseer. No obstante, pese al esfuerzo o destreza, siempre hay que mantener el ojo avizor. La curiosidad para no perder comba con el entorno cambiante y la consulta persistente ante la duda son esenciales. Descubriremos, entonces, que “inexisten” es un hápax, o sea, una voz que apenas se registra en una lengua, en una autoría o en un texto; que “sintiente” y “gripalizar” son neologismos de palpitante actualidad que merecen la máxima atención lingüística y no la corrección de la norma, y que cierto púlpito universitario se aleja de la sociedad al desechar el término “fajana” (nuevo terreno surgido en la costa por la acumulación de materiales) al considerarlo un depósito sedimentario no volcánico y una expresión arcaica. Nos rebelamos ante la imposición cientificista de los doctores Ramón Casillas, Francisco José Pérez y Maximiano Trapero, siendo este último, incluso, premio canarias en 2017 en la modalidad de Patrimonio Histórico. Estimamos que es la comunidad hablante y no la cátedra la que dicta sentencia. Dejemos “delta lávico” o “isla baja” para la erudición distante.

Y confirmaremos, del mismo modo, que el desinquieto petirrojo de mi jardín, que bien describe Francisco Pérez Padrón en el libro Las aves de Canarias (Ediciones Turquesa), revolotea entre las ramas del aguacatero, frutal que se recoge en el Diccionario básico de canarismos al igual que naranjero, nisperero, almendrero, castañero, duraznero, guayabero, manzanero y demás árboles.

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