Ilustración: María Luisa Hodgson

Coincido con el periodista Carmelo Rivero: vienen tiempos mejores aunque suene a chiste. Y nos salvarán, es verdad, las serendipias. Y los andares de la perrita, las lágrimas al amanecer que se enjugan a tu lado y esos poemas que están por sentir. Mientras, el amigo Guillermo Meca, que es menos romántico que Carmelo, pinta bastos a plumilla en una Moleskine entre corales y bronces a la cera perdida.

El hermano de Martín anuncia que se va, al igual que en su día se fue el escritor Eduardo Zamacois. Pero no se va del todo. Es lo que tiene el periodismo, que es como un endemismo: endemismo está, endemismo se queda, apunta con guasa Sergio Lojendio. De vez en cuando place compartir alguna copa con colegas de la cosa gastronómica. Sergio es un fijo, al igual que Fran Belín, José Luis Conde o José Carlos Marrero, estos días en un sinvivir ante la próxima cita de GastroCanarias. Antes, cuando Carmelo empezaba a despuntar en el periódico La Tarde, las copas se las mandaba un tal Paco Pimentel.

Zamacois escribe que Santa Cruz de Tenerife fue el único lugar del Planeta en donde logró descansar de sí mismo. Sostiene que apenas desembarcó en su puerto (año 1922), comenzó a invadirle un dulce anhelo desconocido de quietud: «Era el embrujo sedante de una ciudad blanca y callada, vestida de sol y de azul». Luego, el enamoramiento prendió con la cordialidad en verso que le brindaron Ramón Gil Roldán, Diego Crosa y Manuel Verdugo. El literato cubano estrechó afectos bohemios en la Isla, parada retórica, escala en travesías a ultramar y descanso atlántico de tertulias castizas en corrales de comedia y bloody maries en el Harry’s de París. Con el tiempo, la Capital tinerfeña, fiel con sus amantes y tálamo de maletas viajeras, lo honró con el nombre de una calle.

Carmelo también respira andanzas y madrugadas, pero no tiene calle, ni falta que le hace. No es urogallo ni centro de mesa. Pero si cayese algún día el reconocimiento munícipe (vaya usted a saber), compartiría la eternidad: Carmelo Martín. Suena bien para una noche en vela con Zenaido Hernández y algún singuango republicano.

Ciudadano Rivero: drago errante, ángel de amor y creyones impolutos en el fango de la equis mayúscula, contador de historias y hallazgos, pegamento imborrable de incontables letras que de la librería La Prensa volaron a Macondo, Tenesora y Sabanda, al pico de águila de un periodismo que fue, ahora se reinventa y no ha cambiado. Ya lo sabemos: lo importante sigue siendo el contenido.

Dios dispone los accidentes. No hay mecanismo ni alquimia. El remedio para el dolor de cabeza hoy es la chispa de la vida. No somos dueños de nada. El transcurrir es un plano secuencia que debería desbordar paz y buenas noticias. Después, la realidad es otra. No hay bolsillos que retengan los sueños. La Gaceta de Canarias y tantos relojes que se detienen son estaciones. La memoria, de momento, aguanta al ralentí en la Dársena Pesquera y en los laureles de indias del Santa Cruz pausado.

Un día afortunado el empresario Lucas Fernández reanimó al Decano moribundo con un rodaje en cinemascope. La vanguardia sostenía de nuevo al Mundo. Grata su sombra y el arraigo que todavía ilumina. Recuerdo, de pibe, el prolífico silencio de Luis Alemany en la Redacción sonora de aquel Diario de Avisos, número 5. Repaso, además, a veces, las entre líneas de Gaceta Semanal de las Artes y los artículos de Víctor Zurita y Alfonso García-Ramos. Inspiradores obreros. Entonces, con júbilo, leo a Carmelo Rivero. Estoy en casa.

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