En el grupo de estudiantes irrumpen lloronas y llorones. No soportan la ansiedad de ver a personas arrugadas en el asilo. Pensarían que la visita escolar sería como ir a Zara o a Mango o a un parque de atracciones con algodones de azúcar. Esperarían encontrar a una tercera edad de tendencia, de cine, de postal de Navidad. Pero no. No instagramea ni huele a perfume. Las niñas y los niños salen a la calle a consolarse, a refrescar el Iphone, a mesarse el cabello y lamerse la frágil salud mental. El diván del gabinete psicológico será la próxima estación terapéutica. Ha sido muy fuerte. El universo de Taylor Swift se desmorona, las lágrimas empañan pantallas, la piel fina se quiebra. Fos.
Pobre adolescencia abraza corazones, de cristal y gadgets, en tierras movedizas de malos ratos. Qué difícil la vida fuera del confort y del tupperware. Lo demás no es. Luego, en casa, encontraré consuelo. ¿Quién sometió a mi niña, a mi niño, a este chute de realidad? ¿Con quién tenemos que hablar? ¿Inspección Educativa? ¿Dejará secuelas?
Pobres madres y padres. Basta mirar sus hocicos, analizar la obsesiva sobreprotección, para entender la flacidez de la progenie. De tales palos. Llegaron tarde a la maternidad, a la paternidad, y posiblemente se sometieron a un programa de fecundación in vitro tras pagar una pasta gansa. Con la edad empeora la calidad de los gametos. El hedonismo, los malos hábitos y la toxicidad creciente hace el resto. En España, la esterilidad afecta al 15-20 % de las parejas, según datos de la Sociedad Española de Fertilidad. Mucha gente seca. La Organización Mundial de la Salud estima que, más o menos, una de cada seis parejas en edad reproductiva tiene problemas para tener descendencia.
Visto el panorama, un bebé es suficiente. Dos son multitud. Otra opción es no concebir y dedicarse a la dolce vita. La cultura Dink (double income, no kids) gana simpatizantes. Si acaso, un gato ronroneante o un perro faldero (bichón maltés, pomerania, chucho…) que sacaré a pasear en carrito. Tal cual.
Juventud malcriada, egoísmos recalcitrantes, castillos en el aire, solidaridad de boquilla, cuerpos en el club, forfait en Baqueira, aporofobia, racismo, dimes y diretes, basura… También a los cuarenta y cincuenta y tantos. No te debo un pimiento. Pateras negras, go home!
Las predicciones de Nostradamus para 2025 no son halagüeñas. El andar de la perrita tampoco alivia. Así que los vaticinios del boticario y astrólogo francés, de producirse, no tendrán mérito. Serenidad. Quienes tengan la conciencia tranquila no temerán. Quienes vivan en el fango, Dios dirá. De todas formas, pese al mal fario, en enero siempre parece que el fin del Mundo está próximo y luego, nada. Eso sí, aunque la cosa degenera malamente, sobran los dramatismos. La estampita de la vaquilla del Grand Prix de Lalachus no ofende al catolicismo. Allá cada cual con sus devociones y sentido del humor. La esencia no se percibe con los ojos. Malditos ojos polarizados. Adentro mejor que afuera. Cansado de banderas marchitas y superfluas campanadas decadentes. Infames balcones de bienvenida al ocaso.
Encontronazos, glotonerías, fidelidades enfermizas reinan en la cultura de la negación, del ruido. Palabras heridas con iniquidades, platos que caen al suelo y se rompen en añicos, pellizcos, sangre, temblores errantes en medio de pasillos oscuros que no se barren ni se friegan. Polvo. ¿Dónde está la poesía? Huyo. Me arrimo al heroísmo del silencio. Qué fácil abrir tanto la boca para opinar. Anhelo ansioso el nuevo disco de Bunbury grabado en México. Algún día, cabrones, me pintaré las uñas de negro.
Confieso con Pablo Neruda que he vivido. Y espero, pese a todo.