Ilustración: María Luisa Hodgson

Le pido perdón a Pepe Dámaso. La escultura a Fernando Pessoa en la Capital tinerfeña y alguna que otra obra suya levantaron un muro en torno a su producción artística. Es lo que tiene la ignorancia, juzgar el todo por una parte. Mea culpa. Cómo nos gusta etiquetar, calificar sin rigor. El caso es que fascina su serie Héroes Atlánticos (1983). La descubrí en TEA, en la exposición que celebra los 175 años de la fundación de la Real Academia Canaria de Bellas Artes de San Miguel Arcángel, bajo el lema Narrativas del arte. Acto II (1900-2024).

El grato encuentro con el artista agaetero fue el inicio de una sesión de complacencias estéticas, como el magnífico cuadro XXL de Pedro González (Sin título, 1986) que preside la primera sala de la Muestra. Apresa la figuración expresionista, la carga dramática de los monigotes apiñados alrededor de la novia. Desconcertante foto de familia y un caballo montado que animaliza aún más la escena. Cerca, Francisco Borges Salas presenta un torso masculino (1950) con rostro sufriente, hijo, quién no, de la exuberante Maternidad del Parque García Sanabria.

Hacía tiempo de la menuda y querida Maribel Nazco. Un gran collage metálico asoma (1974) sinuoso. Abraza, paradoja, la fría aleación. Ganas de colgar su desnudo. Será pronto junto a los pingüinos encasillados de Ruiz Ruiz y el caminante sobre el mar de nubes de Friedrich. Sentimiento, creación, paisaje. Es la Ofrenda (1964) de María Belén Morales, los Juguetes del tiempo (2009) de Ernesto Valcárcel o la arena y pigmentos en madera marina (2006) de Ildefonso Aguilar. Este martes próximo volaré de nuevo, Dios mediante, a Lanzarote para llenarme de negro, blanco, bermejo y bronce. Es la espiral de Chirino que está en las olas, en el viento y en el hierro forjado (Aeróvoro, 1972). También en el hierro pintado de Antonio Patallo (Sin título, 2011-2012).

De Enrique Lite respiraba cuatro cuadritos y sus apariciones en Gaceta Semanal de las Artes (1954-1968), páginas culturales del desaparecido vespertino tinerfeño La Tarde. Ahora, en cambio, un gran formato sin título (1971) grita con fuerza. Caras abstractas en la vanguardia existencialista comprometida con una crítica ilustrada que ya no existe. Absorto ante él. Y ante el popurrí de lienzos de Elena Lecuona, Rafael Delgado, Cristino de Vera, Pedro de Guezala, Pepa Izquierdo, Lola del Castillo, Vicki Penfold, Martín González, López Ruiz… Puertas plásticas, hechizadas, comunicantes.

De repente, Una visión de la Atlántida (1986) de Gonzalo González. Azul, naranja, azul, rojo, azul en ángulo recto. Prometeo (Juan Bordes Caballero, 1980), en éxtasis. La isla mítica no desapareció en la noche, existe en TEA.

En el Camino Largo de La Laguna una de las cuatro viviendas de Rubens Henríquez (1962) pide paso. Al igual que la Casa Vargas Gold (1959-1960) de Luis Cabrera, la Agrupación Frontera de Ten-Bel (1970-1974) de Javier Díaz-Llanos y Vicente Saavedra (¡ay!), la sede del Polígono de Granadilla (1999) de Maribel Correa y Diego Estévez, la curva (1999) de Fernando Menis (y Dulce Xerach), los arcos del Edificio Terminal de Los Rodeos (2002) de Antonio Corona, Taqui Martínez y Arsenio Pérez Amaral, el pequeño jardín de Virgilio Gutiérrez (2019) y los chamizos de Juan Gopar. El artista conejero resume nuestra mejor arquitectura, esa “pensada para la gente, como una playa pública y de nadie, íntima y colectiva, que diga lo que está pasando, que haga preguntas”.

Cerca de los retratos de Poldo Cebrián y de las orillas de Juan José Gil despunta la cordillera de Anaga fotografiada por Efraín Pintos (2024). El paisaje totémico de su infancia nos pertenece. La durmiente que enamoraba a Rafael Zurita, el último telegrafista, embelesa a Nivaria.

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