Resulta que en la Universidad de La Laguna una candidata ha reclamado que el tribunal que baremó sus méritos para una plaza docente no era paritario. Eso supone poner en solfa la honestidad y meritazgo de quienes conformaban el equipo calificador y desconocer el procedimiento, cada vez más minucioso y matemático, desarrollado para evitar parcialidades. Bien es verdad que la historia de la Enseñanza Superior en España está ligada a la endogamia y a la camarilla, pero, por fortuna, hoy en día, la radiografía ha cambiado. Las mujeres y hombres que ganan plazas en concurso público para impartir docencia universitaria cuentan con un currículum altamente competitivo, el cual, por otra parte, hay que saber amoldarlo y prepararlo de cara a las exigencias que marcan los criterios generales y específicos de selección.
Hace tiempo que el dedazo no existe y en los atrevidos casos que pudiera darse la reclamación objetiva lo echa por tierra. Por fortuna, la figura docente autoritaria, vertical, sórdida… solo está presente en minoritarios despachos de naftalina poco ejemplarizantes y a punto de extinguirse. Las ventanas abiertas son, en la actualidad, una refrescante realidad en aulas, escritorios, laboratorios, pasillos y departamentos.
Por otra parte, la Universidad de La Laguna que conozco y quiero y defiendo y critico cuando toca, la ULL de este 2021 regida por la magnífica Rosa Aguilar, es una universidad en donde el machismo no tiene cabida, en donde el machismo, como en la gran mayoría del Estado español y resto de naciones progresistas, se combate y repudia. Y las excepciones, que las habrá, confirman la regla y se denuncian.
En la Universidad de La Laguna la mujer es tan importante como el hombre y las capacidades, sin importar el sexo, se miden por el mérito. Luego está la empatía y los valores. Pero eso es otra historia. En cuanto a la cacareada paridad, en la comunidad de la ULL (profesorado, estudiantes y personal de administración y servicios) las mujeres son mayoría. Y creciendo. Aunque, la verdad, me da igual. La sociedad es diversa y en ella lidiamos personas más o menos virtuosas, de distinto temperamento y diferentes ideologías políticas, creencias religiosas, opciones sexuales y colores. Y lo hacemos desde el respeto, la tolerancia (que es convivir en discrepancia dentro de la legalidad y el sentido común) y la objeción constructiva (qué gratificante cambiar de opinión cuando el argumento contrario convence). Lo demás, a estas alturas del metraje, son majaderías, postureos oportunistas e interesados.
El Tercer Milenio demandaba una nueva revolución feminista tras veinte siglos de patriarcado. Era necesaria y se agradece. En lo que a mí respecta, por ejemplo, ha servido para eliminar el masculino genérico y redactar en lenguaje inclusivo los artículos y escritos periodísticos y académicos que abordo, opción que ha asumido, igualmente, tras someterla a votación, el alumnado del Grado de Periodismo que escribe en el diario digital Periodismo ULL. Para eso nos entrenamos y generamos hábitos. La formación, también en este caso, es inevitable. Procesos de aprendizaje y servicio reflexivos y sin extremismos orientados a actuar con coherencia ante la población a la que nos debemos y dirigimos de forma habitual.
La nueva revolución feminista era necesaria y se agradece, repito. Las ideas, visiones y muchos procedimientos incorporados a nuestro contemporáneo modo de vida no se cuestionan entre los poderes públicos y gente corriente y cabal. Eso sí, la burbuja, sin necesidad de pincharla, debe empezar a desinflarse con sosiego. Estirar el chicle ya masticado del género es contraproducente. Perturba requerir un tribunal paritario en un concurso de méritos, altera la concesión de mil y una subvenciones y proyectos a cuenta de, desespera que la ministra Irene Montero dé la murga con las demócratas, los demócratas y les demócratas. Hastío.