Ilustración: María Luisa Hodgson

De Lanzarote nunca olvidaré aquel bocadillo de pescadito frito que me mandé para desayunar junto a los arquitectos Virgilio Gutiérrez y José María Rodríguez-Pastrana. Fue en Arrecife, en Casa Ginory, a propósito de la exposición Especies de Espacios que dirigió en 2006 el artista Juan Gopar con ocasión de la primera Bienal de Arte, Arquitectura y Paisaje de Canarias. Después vino la segunda (más chica) y nunca más. Lástima de invento que ideó Dulce Xerach (cuando era). Otras personas nacionalistas lo dejaron morir. Dicen que fue la crisis. Siempre nos quedará Venecia.

De aquel viaje también retengo en la memoria la intervención que el arquitecto Fernando Menis presentó en la Capital conejera, Luz al límite. Haces luminiscentes, un túnel y la mínima actuación para el espacio urbano. En ocasiones, sentenció una vez Fernando Higueras, autor del proyecto del Hotel Meliá Salinas, lo mejor es no hacer nada. En la construcción del Salinas, reconocido como parte del patrimonio artístico y cultural de la Isla de los Volcanes, colaboró César Manrique. La piscina y sus murales atestiguan la sensibilidad que siempre tuvo con la tierra nuestra. ¿Qué diría de los charcos con interés turístico y del puerto de Fonsalía?

En lo más alto de mi casa tacorontera hay un palomar (un decir) sin palomas y con vistas extraordinarias al océano y a la montaña. Refugio ideal (cuatro por tres) para desconectar de las imbecilidades reinantes y adoptar la posición de flor de loto frente al sol de poniente. Atalaya privilegiada bajo las estrellas. El caso es que, influenciado por el estudio de Anne Lacaton y JeanPhilippe Vassal (Premio Pritzker de arquitectura 2021), estoy decidido a levantar en él un invernadero molón y low cost. Se lo encargaré al arquitecto Rafael Escobedo, autor del Pabellón de la primera Bienal aquella. Lo plantó en la plaza Alberto Sartoris de Santa Cruz (de Tenerife) rayano a la Lady de Chirino. Y fue un recinto low cost, como los invernaderos habitables de Lacaton & Vassal y el futuro palomar (un decir) de mi casa tacorontera. Si cuela, le pagaré con aguacates (high cost). El resultado será singular y con poco impacto sobre la volumetría y el entorno. De eso se trata. Aunque haya especialistas y según. La pieza no será pretenciosa e icónica como el Auditorio de Calatrava u objeto de visita académica para estudiantes de Arquitectura, como las cuatro viviendas racionalistas de Rubens Henríquez en el Camino Largo de La Laguna. Y al contrario que el Pabellón de Escobedo, no será efímero, sino para toda la vida que nos queda. Después, ya se verá. El muerto al hoyo y el vivo, al bollo.

Ahora he vuelto a Lanzarote y en el Hotel Fariones he sentido de nuevo el destello del territorio. Es el adagio, la composición del interiorista Rafael del Castillo. Geometría (rectas, ángulos), texturas. Art déco, dijéramos, a la orilla de la Playa Grande y su hermana chinija. Negros, cobrizos y carmín en los lienzos de Ildefonso Aguilar. Blanco y lava de Manrique. Azul y espuma de la pintora Rufina Santana en el revolcón de la ola rompiente ante el macizo de Los Ajaches. Paisajes que se respiran también en la sensualidad en seda, gasas, encajes, lino y algodón de María Cao. Moda, volcán. Famara seductora. Y a sus pies, la modelo Leandra que rompe y rasga el flash de la fotografía. Infinidad (pool).

En Lanzarote (y en tantas rocas afortunadas) el círculo verde que crease Pepe Valladares para la Bienal aquella no se ha apagado. Renace todos los días en alboradas y ocasos para mezclarse, picante, con el cielo encarnado.

Observatorios desde Timanfaya a La Restinga. Cumbres, medianías, bajíos. Y un palomar.

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